lunes, 25 de junio de 2018

Volví a mandarle algo al profe, uno de la paz interior

Un día que mamá estaba hablando con una amiga de las que vienen a comer bizcochitos de vez en cuando a casa vi que le mostraba un paquete bastante abultado pero no lo abría. Hablaban mucho de eso pero no se decidían a desenvolverlo. A mamá le gusta la previa de todas las cosas y por eso hacía un rodeo extrabagante para llegar, si es que llegaba, a la parte en que rompería ese papel con garabatos chinos. Y llegó, pero antes llegaron otras dos amigas de mamá, una con más bizcochitos pero de los que llaman cuernitos y la otra con churros. Para el glorioso momento de apertura mamá me pidió que sostenga el teléfono con el que filmaríamos la cuestión. Con una mano sostuve estoicamente el aparato mientras que con la otra fui degustando el contenido de cada uno de los platitos que habían dispuesto prolijamente sobre la mantita de croché que mamá hizo para un curso que duró tres años y a partir del que todos los muebles según ella finalmente vistieron con distinción.
Y la cosa emergió del envoltorio: un magnífico jarrón chino símil dinastía X. X no por diez, sino por equis, así, como si dijéramos fulano o mengano. Y las amigas chochas mirando el traslado e instalación del delicado adorno sobre una mantita a croché de reciente factura. Rosa la mantita, a tono con las florcitas de las extremidades de las ramas que decoraban el maravilloso jarrón negro brillante de formas redondeadas, grandes, majestuosas curvas que todas aplaudían entre exclamaciones.
Filmé hasta que mamá volvió al sillón, el mismo desde el que un día me dijo que no podía seguir así, abducido por la compu, y que tenía que hacer algo que me generara una sensación tal de paz interior que pudiera reemplazar mi adicción, como ella lo llama. Y le hice caso. Sobre todo después de que me mostró una fotocopia donde se promocionaban unas clases de Taichichuondo en el club del barrio.
Paz interior, Javito, paz-in-te-rior, dijo, y suspiró ilusionada, pestañando seguido.
Y fui, y tuve unas experiencias extraordinarias que fueron tan bien recibidas por mamá que me regaló una compu nueva. En realidad lo de la compu nueva no sé si fue por las experiencias o por las demostraciones que hice un día que mamá y sus amigas se reunían alrededor de una torta de banana y frutos secos que una de sus amigas había traído. Ese día mamá me presentó ante la audiencia instalada en los sillones como su pequeño saltamontes y me instó a que les mostrara mis habilidades en el tema. Vestido elegantemente de blanco con cinturón de color fui desplegando las posturas y sonidos que intentaba recordar. Para poder evocar estas experiencias me resultaba necesario concentrarme mucho y ver a estas señoras masticar la torta de la que iba quedando cada vez menos me distraía drásticamente, por eso cerré los ojos. Ahí mamá suspiró emocionada por mi recogimiento y sucedió la desgracia: en un esfuerzo por impresionarlas con la grulla cayó el jarrón chino sobre el alfombrín púrpura que no supo protegerlo.
Lógicamente, después de un momento desgarrador, en casa no quedaba más que mamá pegando las partes y yo comiendo lo que afortunadamente había quedado de la torta, acompañados ambos por su desalentador sermón y la promesa disimulada en amenaza de poder continuar habitando mi cuarto indefinidamente.

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